Introducción: ¿qué son las emociones?
Las emociones son reacciones psicofisiológicas que experimentan los seres humanos durante toda su vida. En el pasado, solía considerarse que las emociones eran eventos puntuales. Actualmente, se entiende que se trata de procesos continuos, formados por múltiples componentes.
Los componentes de las emociones
El que podría considerarse como el primer componente de cualquier emoción es el evento emocional que la desencadena. Los antecedentes emocionales pueden ser de distintos tipos; por ejemplo, pueden ser eventos internos, como los recuerdos, los pensamientos o las imágenes. Las emociones, por lo tanto, son la expresión de aquel cambio que ha acontecido en el estado del mundo interno o externo del sujeto.
Por otro lado, encontramos el componente fisiológico. A partir de las emociones, las personas tienen cambios en diferentes sistemas de su cuerpo, y eso se puede observar en la frecuencia cardíaca y respiratoria, la sudoración, la palidez e incluso las facciones del rostro.
En tercera instancia, podemos hablar de la valoración cognitiva de los estímulos. No todas las personas tendrán la misma emoción ante un evento similar. Recordar una conversación particularmente bochornosa, por ejemplo, podría ser un estímulo desagradable para algunas personas y divertido para otras. Esto también es conocido como tono hedónico.
Otros componentes de las emociones son: las expresiones verbales y no verbales (por ejemplo, el léxico emocional, las expresiones faciales, las posturas, etc.) y la conducta real, que normalmente se orienta a mantener o cambiar la relación transaccional continua entre el individuo y el entorno.
El curso del tiempo también es un importante componente de las emociones. Como hemos dicho en la introducción, estas no son eventos puntuales, sino procesos que tienen una determinada duración. Dependiendo de cada caso, una emoción puede ser más o menos intensa, puede durar más o menos tiempo y puede tener o no un comienzo y un final claros.
Es importante destacar que, si bien suele considerarse a las emociones como algo diametralmente opuesto a la cognición, desde la década de 1950 la mayoría de los estudios teóricos consideran que la cognición es independiente y parte del proceso emocional en sí. Esto implica que la variabilidad de las experiencias emocionales también puede ser causada por la variabilidad del proceso multidimensional de dicha evaluación cognitiva.
Esto, por supuesto, no quiere decir que las emociones surgen necesariamente a partir de conocimientos analíticos o razonamientos complejos; a menudo, es posible que haya evaluaciones muy rápidas y prácticamente automáticas de la situación emocional desencadenante.
Los diferentes tipos de emociones
Estas son algunas de las emociones que se presentan habitualmente en la vida cotidiana:
La tristeza
La tristeza es una emoción negativa que experimentamos al perder algo que estimamos de manera irremediable. Muchas situaciones pueden desencadenar tristeza. En general, esta emoción se presenta en una persona cuando las expectativas que tenía no han sido cumplidas o cuando se ha perdido algo irremediablemente.
Normalmente, la tristeza conlleva una gran autocrítica. Cuando perdemos algo que es importante para nosotros, nuestro estado de ánimo cae considerablemente y esto genera la sensación de tristeza por no haber sido capaces de afrontar la situación previamente.
A nivel fisiológico, como consecuencia de esta emoción, nuestra postura puede curvarse, casi como si se “cerrara” nuestro propio cuerpo ante la ausencia de alternativas. Además, las expresiones faciales adquieren ciertos rasgos típicos, como la frente arrugada, los labios hacia abajo y la mirada en blanco. El llanto es una de las manifestaciones más comunes en la tristeza, además de la pasividad, la anhedonia, la falta de apetito y, a veces, el insomnio. Todas estas consecuencias de la tristeza suelen estar acompañadas de quejas y recriminaciones continuas dirigidas hacia uno mismo.
Una persona triste carece de convicción, tanto en lo relacional como en lo social; por eso, la persona triste prefiere la soledad, en la que se dedica a pensar una y otra vez en aquello que ha perdido.
Las experiencias emocionales pueden agruparse dentro de “familias” conceptuales, ya que hay estados que pueden englobarse dentro de las emociones básicas. En el caso de la tristeza, podemos hablar de la nostalgia y de la depresión.
La palabra “nostalgia” deriva del griego y está compuesta por "nostos” (en griego, “retorno”) y “algos” (en griego, “dolor”). Cuando se combinan, el significado es “dolor por el regreso”. En otras palabras, la nostalgia es una emoción que surge a partir de la distancia en relación con personas o lugares queridos o con un evento pasado que uno desearía volver a vivir. En cualquier caso, la nostalgia es un estado pasajero, siempre y cuando no se cristalice; de lo contrario, puede convertirse en un estado patológico que va más allá que la tristeza: la depresión.
La depresión, por otro lado, es una enfermedad mucho más invasiva e incapacitante que la mera tristeza. Un estado de depresión lleva a los sujetos a desarrollar una visión completamente negativa de todo cuanto los rodea. La depresión puede llegar a ser muy duradera, y jamás basta con la simple voluntad del sujeto que la padece para superarla; por el contrario, esta solo puede curarse mediante la psicoterapia y la farmacoterapia.
El miedo
Todos sentimos miedo. Esta emoción básica, que los seres humanos compartimos con los animales, contribuye a nuestra supervivencia, ya que se dispara ante la percepción de una amenaza o de una situación potencialmente peligrosa. Cuando nos encontramos en una situación extraña, nuestro cuerpo nos da herramientas para afrontarla.
En relación con la tendencia a la acción y las contrapartes fisiológico-conductuales, la primera reacción automática cuando percibimos que estamos en peligro es la respuesta fight-or-flight (conocida en español como reacción de lucha o huida). Esto quiere decir que nos sentimos en un estado de alerta, a la espera de una señal que desencadenará, finalmente, la reacción: luchar o huir. La reacción de lucha o huida está acompañada por una serie de cambios fisiológicos que se producen en nuestro cuerpo: el corazón late más rápido de lo normal, nos sentimos más tensos, respiramos más rápido, sudamos y sentimos la boca seca.
Sin embargo, en los humanos el miedo no surge solo frente a amenazas físicas reales; esta emoción también Otra situación que puede desencadenarse esta emoción es el frente al recuerdo de un evento pasado en el que se haya estado en peligro o en el que se hayan producido hechos dolorosos.
A veces, también puede ocurrir que el miedo se convierta en algo diferente: ansiedad. La ansiedad y el miedo tienen el mismo interruptor en el cerebro: están codificados en la misma área. Sin embargo, las razones por las que surge una y otra emoción son diferentes. El miedo aparece cuando estamos frente a un peligro real. Si tenemos una reunión importante en el trabajo de la que dependen muchas cosas, es normal que sintamos miedo. Sin embargo, si planificamos obsesivamente la reunión y tenemos un miedo irracional a que todo salga mal, entonces podemos hablar de ansiedad. En otras palabras, la ansiedad se desencadena cuando se hacen predicciones irracionales negativas y catastróficas sobre eventos que percibimos como importantes o peligrosos.
A nivel fisiológico, la ansiedad también produce una serie de cambios importantes en el cuerpo. En principio, una persona con ansiedad sentirá un aumento de las palpitaciones, además de sudoración y dificultad para tragar. Pero también aparecen reacciones psicofisiológicas transitorias, como dolores de cabeza, náuseas, mareos, insomnio o contracturas musculares.
Por último, la ansiedad puede manifestarse con sensaciones desagradables súbitas como el miedo a volverse loco, a perder el control sobre uno mismo o incluso morir. Si se llega a este extremo, la ansiedad se ha convertido en un ataque de pánico.
A pesar de que la ansiedad surge cuando nos enfrentamos a esos eventos que nos producen miedo, a veces puede ocurrir sin ninguna razón aparente. En líneas generales, existen dos tipos de pensamientos que pueden generar ansiedad. Por un lado, la sobrevaloración del peligro (por ejemplo, creer que una presentación en el trabajo será un completo fracaso) y, por otro, la subestimación de la capacidad propia para afrontar una situación determinada (por ejemplo, considerarse a uno mismo incapaz de gestionar una situación de grupo).
La culpa
El psicólogo Carroll Izard define a la culpa como una emoción compleja. Esta emoción aparece en las personas más tarde que las emociones básicas, ya que está intrínsecamente ligada a conceptos como la moral, la ética, los prejuicios o el sentido común. Cada sociedad tiene un determinado consenso acerca de las normas de convivencia y, por lo tanto, determina que ciertas acciones serán mal vistas.
Cuando una acción se desvía excesivamente de la norma, cuando se actúa de forma transgresora e inconsistente, se choca con el pensamiento de lo que sería “correcto” hacer. Sentirse culpable implica que el sujeto se ha dado cuenta de que ha tenido otra oportunidad de actuar de una mejor manera. Eso genera un sentimiento de culpabilidad en el sujeto, quien manifiesta autorreproches y remordimientos.
La emoción de la culpa, sin embargo, no necesariamente se apoya en un evento concreto. Como ocurre con la vergüenza (emoción que analizaremos a continuación), a veces la situación que genera la culpa podría ni siquiera ser real. En ocasiones, un sujeto podría sentirse culpable por eventos imaginarios o por cosas que potencialmente podrían haber sucedido y no sucedieron.
En líneas generales, hablamos de culpa cuando consideramos que le hemos hecho daño a otra persona, aun cuando ni siquiera hubiera sido así o la otra persona no lo hubiera percibido. El dolor causado por el dolor que nuestra forma de comportarnos puede generar en los demás es una experiencia que, si no se convierte en un juicio o condena paralizante, resulta fructífera en términos sociales. Por ello, se puede decir que la culpabilidad es una emoción con un valor adaptativo y que puede generar espacios de reflexión positivos.
La vergüenza
Al igual que la culpa, la vergüenza es una emoción que aparece más tarde que otras emociones básicas, ya que está condicionada por el establecimiento de las conductas sociales e implica necesariamente la percepción de un juicio externo. Este estado afectivo puede considerarse una suerte de “índice de autorregulación”, ya que consiste en un vínculo con el respeto a las normas sociales. Por lo tanto, la vergüenza está íntimamente ligada a la competencia social; es la evaluación y comprensión de los estándares culturales a los que la persona intenta adherirse.
Esta emoción está ligada estrechamente con la autoconciencia; es decir, con la capacidad de reconocerse como un individuo diferente al medio y a otros individuos. El “yo” se forma a través de experiencias intersubjetivas, por lo que la vergüenza tiene la tarea fundamental de organizarlo y preservarlo. Además, la vergüenza tiene que ver con la autoimagen: la representación mental que se hace de uno mismo.
El psicólogo Carroll Izard ha definido a la vergüenza como una emoción compleja.
La vergüenza surge cuando el individuo se desvía de la norma social y percibe una sensación de fracaso. Al igual que todas las emociones, presenta un valor adaptativo hacia la integridad de la identidad personal. La vergüenza aparece cuando el sujeto se expone a la observación (una observación que puede ser real o imaginaria) y, por tanto, a un juicio externo.
Esta emoción, tan importante por este motivo, también puede actuar como un regulador de la buena distancia en las relaciones interpersonales incluso en el sentido físico: un cierto grado de vergüenza regula el espacio personal y actúa como una señal cuando el otro nos percibe como un intruso.
La intensa sensibilidad a la emoción de la vergüenza, sin embargo, puede tener efectos perturbadores o patológicos en el desarrollo de la personalidad. Un individuo con una extrema sensibilidad a la vergüenza puede incluso implementar cambios en su estilo de vida relacional, cambios que pueden tender a limitar la libertad de acción, por el miedo a tener que lidiar con esta condición emocional. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en el individuo que sufre de fobia social, quien elabora la construcción de su “yo social” en sentido negativo.
La vergüenza es un estado emocional que también caracteriza a algunos trastornos de la personalidad. Por ejemplo, este sentimiento suele estar presente en el trastorno de personalidad por evitación y en personas con trastorno límite de la personalidad. La vergüenza es, a menudo, la emoción que marca un patrón de pensamiento dominado por la insuficiencia.
Vale la pena aclarar que la vergüenza y la culpa, si bien presentan una serie de similitudes, son dos emociones profundamente diferentes. Una condición típica de vergüenza es que la persona se concentra principalmente en la condición del “yo personal”, con la dolorosa percepción de un yo negativo. Así, se generan sensaciones de incompetencia y de ser una mala persona, que normalmente van acompañadas de una sensación de encogimiento: la persona se siente más pequeña, inútil y débil. Algo muy interesante sobre la vergüenza es que, para que se manifieste, no es necesario que la situación involucre a observadores externos. Esto sucede porque el sujeto se imagina a sí mismo frente a una audiencia imaginaria, y gracias a la falsa presencia de otras personas se genera igualmente el sentimiento de vergüenza, incluso en circunstancias de soledad. Por otro lado, una situación típica de culpa es menos dolorosa que el sentimiento de vergüenza; esta emoción generalmente está relacionada con algo que va más allá de uno mismo.
Podría decirse, de hecho, que el sentimiento de culpa está relacionado con la evaluación negativa de un comportamiento específico hacia otra persona; por lo tanto, uno mismo no está incluido en el sufrimiento emocional del otro sujeto. Esto no sucede cuando se experimentan sentimientos de vergüenza. El sentimiento de culpa genera, sobre todo, situaciones de remordimiento y arrepentimiento en relación con aquella conducta previamente implementada. En conclusión, la vergüenza y la culpa son dos estados afectivos similares, pero con diferencias esenciales.
La ira
Muchos autores definen a la ira como una emoción básica e innata. De hecho, es uno de los primeros afectos que se forman en las personas, ya que comienza a gestarse muy temprano en los niños (entre los 3 y los 8 meses de edad).
La ira varía en intensidad: puede oscilar desde una leve irritación hasta un arrebato de enojo. Es una emoción que surge en diferentes momentos, como cuando somos tratados injustamente, cuando nos sentimos lastimados o cuando vemos comprometida la consecución de alguna meta importante.
Cuando sentimos ira, se ponen en funcionamiento tres tipos de respuestas: una activación del cuerpo para la defensa o el ataque, una respuesta cognitiva y una respuesta conductual.
En primer lugar, nuestro cuerpo se activa para la defensa o el ataque. Sin embargo, generalmente, la persona suele reprimir el impulso de atacar. Por eso, se considera a la ira como un sentimiento principalmente interno, que la gente no expresa necesariamente mediante acciones físicas.
Luego, existe una respuesta cognitiva. Cuando sentimos ira, la situación se analiza en la corteza frontotemporal; luego, se produce la activación del sistema límbico. Esto desencadena una producción de noradrenalina y adrenalina en la sangre mediante la médula suprarrenal. Los niveles de glucosa en sangre aumentan y ayudan al sujeto que siente ira a prepararse para un ataque.
Por último, hay una respuesta conductual. La persona que siente ira lo manifiesta de alguna manera; sin embargo, como hemos establecido, la ira no suele estar acompañada de conductas agresivas, pues el sujeto suele reprimirlas.
La sorpresa
Ante un evento inesperado, sentimos sorpresa. Esta emoción aparece cuando una persona se enfrenta a un estímulo que no contemplaba originalmente. La experiencia subjetiva que la acompaña es un sentimiento de incertidumbre junto con un estado en el que la persona siente un bloqueo mental.
Los efectos fisiológicos de la sorpresa implican una disminución en la frecuencia cardíaca, un aumento en el tono muscular y una amplitud respiratoria, además de que es posible que la persona emita vocalizaciones espontáneas, probablemente en un tono de voz alto.
La función de la sorpresa es vaciar la memoria de trabajo de todas las actividades residuales, con el fin de afrontar el estímulo inesperado. En este estado, por lo tanto, se activan los procesos de atención, la conducta exploratoria y la curiosidad. A esta emoción le sigue a menudo alguna otra emoción que depende de la calidad del estímulo inesperado: alegría (si el estímulo es positivo) o ira (si el estímulo es negativo).
El asco
El asco o repugnancia es una de las emociones primarias. En sus trabajos, Charles Darwin menciona esta sensación como una de las emociones primarias en los animales. El asco surge ante la posibilidad (que puede ser real o no) de ingerir una sustancia nociva o contaminante, lo que se expresa con una marcada aversión al estímulo.
El asco trae aparejada una serie de reacciones fisiológicas, como malestar gastrointestinal y náuseas. Además, se observa un aumento de la tensión muscular y la frecuencia cardíaca. Las expresiones faciales también sufren modificaciones: la nariz y el ceño se fruncen, además de que la barbilla y las mejillas se elevan. La función adaptativa del asco, en definitiva, es el rechazo a todo estímulo que pueda provocar una intoxicación. Las náuseas, el malestar y, en algunos casos, incluso los vómitos ayudan a evitar cualquier ingestión que sea perjudicial para el organismo.
Con el tiempo, además, esta emoción también ha adquirido un carácter social, ante el rechazo de aquellos estímulos sociales que puedan ser tóxicos para nosotros.
La alegría
La alegría es una emoción asociada directamente con la felicidad y con el bienestar, y suele aparecer cuando se concreta un objetivo personal o cuando se atenúa un malestar.
En un principio, podría pensarse que la alegría no cumple ninguna función para nuestra supervivencia y que solo es un reflejo de nuestro estado interior; sin embargo, la alegría es una de las emociones que fomentan la acción, y esto es vital para el desarrollo de cualquier persona. Es decir: la alegría sirve como una recompensa por determinados comportamientos que nos ofrecen algún tipo de beneficio físico o psicológico. Al realizar una acción que satisface un objetivo, la felicidad se dispara y, gracias a ella, se repetirá este comportamiento para volver a experimentar esa sensación placentera.
A nivel fisiológico, la alegría produce serotonina, que atenúa el estrés y la ansiedad. Además, aumenta las frecuencias cardíaca y respiratoria y libera endorfinas y dopamina en el cerebro.