La dificultad que tenemos al abordar el tema de la muerte es un dato objetivo que forma cada vez más parte de nuestras vidas. Sin embargo, pensándolo bien, lo que nos caracteriza como seres humanos no es el miedo de nuestra muerte sino la de las personas que queremos y a las que estamos más vinculados.
La vida puede ofrecernos muchas cosas pero puede quitarnos mucho a la vez y todos nosotros – tarde o temprano - hemos perdido desgraciadamente a alguien que amábamos.
La muerte de una persona querida es, sin duda, uno de los acontecimientos más dolorosos de la vida porque provoca también la pérdida de una parte de nosotros. Una parte de nuestra identidad, relacionada con la vivencia que hemos compartido con esa persona, los recuerdos que nos ha dejado, los proyectos futuros que teníamos, empieza a desvanecer para siempre.
De hecho, según grandes pensadores del pasado, la contradicción es la esencia de nuestra vida y tal y omo no existe el blanco sin el negro, el bien sin el mal, de la misma manerano puede existir el duelo sin la idea de que antes de la pérdida del otro existía un vínculo, una relación afectiva, que con el tiempo se había consolidado.
Saber que ha muerto una persona querida provoca indudablemente consternación e incredulidad, junto con un sentido de desesperación.
Sin embargo, ya a partir de este momento, se nos presenta de manera ineluctable la primera contradicción de esta nueva e imprevista condición de tristeza en la que nos encontramos.
Inicialmente, cuando nos sentimos atrapados por la confusión y la mente solo querría vaciarse, tenemos que ocuparnos de todos los aspectos prácticos y tenemos que estar preparados para toda eventualidad, considerando también el lugar del fallecimiento: casa, hospital, un espacio público o en el extranjero.
Hay que reconocerlo, muy a menudo no estamos preparados para encarar los aspectos burocráticos tras la muerte de una persona. Por ejemplo, tendremos que comunicar el fallecimiento en un registro civil y de forma totalmente anónima, por no hablar de otras cuestiones, que parecen humillar nuestro dolor, obligándonos a ocuparnos de cosas que pertenecen a este mundo, mientras nuestra mente se encuentra simplemente en otro lugar. Nos piden resolver cuestiones materiales y terrenales, mientras nuestra cabeza acaba de toparse con el más allá que el mundo contemporáneo nos hace ignorar cada vez más.
De hecho, además de acudir al médico, tenemos que ocuparnos de adquirir información sobre las honras fúnebres, con la esperanza de no ser mal aconsejados por algún listo que se quiere aprovechar de nuestro momento de debilidad. En este sentido, no tenemos que dejarnos llevar por una solución inmediata, que según nosotros nos permitiría volver a concentrarnos en la pérdida que hemos sufrido. Por otra parte, es necesario prestar la mínima atención a todos los detalles y no dejar nada al azar.
Sin embargo, muy pronto, los aspectos burocráticos desvanecerán de nuestra mente y tendremos que enfrentar un camino forzoso donde invertiremos la mayoría de nuestras energías y de nuestra concentración: elaborar el duelo y reorganizar otra vida posible. Una vida que podría ser diferente de la que habríamos planificado si no hubiera muerto la persona querida que teníamos a nuestro lado.
En una palabra, tenemos que volver a planificar nuestra vida.
Puede ser útil precisar que, en general, es muy normal advertir, a nivel emocional, soledad, cansacio, fatiga, sensación de impotencia, desánimo.
A nivel cognitivo, se pueden advertir también incredulidad, confusión, falta de orientación, alucinaciones.
Y al final, a nivel físico, se pueden advertir una sensación de estómago vacío, un peso en el pecho y la garganta obstruida, hipersensibilidad al ruido y boca seca.
La fase inicial del duelo se caracteriza por la negación del acontecimiento, una defensa psicológica que quiere protegernos de la pérdida de las relaciones afectivas consolidadas. En esta fase no vivimos plenamente el dolor porque lo que ha pasado aún no nos parece real. Nuestra conciencia construye una barrera entre nosotros y la realidad, que resulta tan dolorosa que ha de evitarse para poder sobrevivir. Sin embargo, al mismo tiempo, es una fase donde - en cuanto nos damos cuenta de lo que ha pasado - solo vemos lo que echamos de menos de la persona que ha muertoy no vemos lo que la relación con esa persona nos ha dejado en términos de cariño, afinidades y participación.
Sufrimos por lo que ya no tenemos pero aún no somos capaces de acoger dentro de nosotros lo que se nos ha donado antes.
De hecho, la elaboración de un duelo resulta una etapa importante para la comprensión de nuestra vida y para la construcción de nuevas perspectivas, inesperadas y potencialmente sorprendentes.
Sin embargo, la sensación de irrealidad que nos acompaña en esta fase inicial merma con el tiempo para que podamos aceptar la realidad y llegar a la segunda fase: la fase de la rabia y de las recriminaciones relacionadas con lo que habríamos podido o no habríamos debido hacer. Esta fase no la vive todo el mundo pero, si se presenta, puede permanecer durante mucho tiempo, incluso como fondo de la vida cotidiana de quien la sufre, con repercusiones en la calidad de la vida y del entorno.
En la tercera fase empezamos a enfrentar la situación real; una situación marcada por la ausencia y la sensación de vacío de lo que hemos perdido pero de manera diferente y más articulada.
Inicialmente, tendemos a confundir lo que tenemos que abandonar y lo que no somos capaces de abandonar con lo que en cambio tenemos que retener pero que rechazamos porque es demasiado gravoso de aguantar. Esta condición se manifiesta cuando hay que tomar decisiones por lo que se refiere a las pertenencias y demás bienes de la persona fallecida: alguien los elimina cuanto antes, con la esperanza de cortar deprisa la relación con algo demasiado doloroso pero luego la persona se arrepiente cuando ya es tarde. Al contrario, otras personas conservan, usan y muestran lo que pertenecía al difunto. Incluso en este caso hay que ser capaces de encontrar una “vía intermedia”.
De hecho, el pasado puede ayudarnos a soportar el futuro si no se convierte en una adulación pura y pasiva de lo que ha sido y que ya no será. Entonces, podría ser productivo para nuestra vida conservar los bienes de una persona querida y fallecida pero solo hasta que esos bienes nos empujen a retomar el mando de nuestra vida, como haría la persona que ya no está con nosotros.
Solo cuando lleguemos a un buena “vía” entre retener y no retener, será posible vivir la cuarta fase: la aceptación, es decir, acogimienter y tomar conciencia del acontecimiento de pérdida y de todo lo que conlleva: el vacío.
Ningún regreso a la vida normal será real si no pasa a través de la elaboración del dolor que la pérdida ha provocado y de la conciencia que ese sufrimiento es la otra cara de la moneda de la relación que se había instaurado.
Además, con el tiempo, cada uno de nosotros integrará el acontecimiento de la muerte de la persona querida en su propia historia personal. Generalmente, aprendemos a distinguir entre un «antes de» y un «después de» la muerte.
Sin embargo, podemos afirmar que el proceso de «elaboración del duelo» ha terminado cuando somos capaces de aceptar la nueva realidad y de encontrar un lugar para la persona fallecida dentro de nosotros (en nuestra mente, en nuestro corazón o en nuestra alma), en un lugar interior menos doloroso, que nos permite saber que está cerca de nosotros e incluso útil para abrirnos otra vez hacia el mundo que nos rodea.
Llevar la persona difunta dentro de nosotros nos permitirá percibirla como parte integrante de nuestra vida y podría hacernos sentirnos felices por la importancia de la relación que habíamos creado y por su duración eterna.
En todos los detalles más minuciosos de nuestra vida como, por ejemplo, en nuestros comportamientos, nuestras palabras, nuestros gestos, la persona que hemos perdido podrá volver a vivir si dicha persona nos inspira un cierto comportamiento, una cierta palabra, un cierto gesto. En resumen, dependerá de nosotros valorarla y afirmarla en nuestra vida a través de otras formas.
Sin embargo, antes de que sea posible llenar el vacío, es necesario vivir también la fase de la tristeza profunda, del deseo de llorar, de la pérdida de las ganas de vivir y del interés por los quehaceres y nuestra propia vida. Entonces, esta es también la fase en que pueden surgir comportamientos dañinos (abuso de psicofármacos y alcohol, trastorno del sueño y de la alimentación): por tanto, es importante optar por una ayuda psicológico para evitar que la crisis se convierta en una depresión real. El diálogo con un terapeuta ayuda sobre todo a aquellas personas que se sienten solas, nada más comprender totalmente la pérdida. Además, desde un punto de vista psicológico puede ser útil tratar de construir una nueva vida cotidiana: planificar tareas de cara al futuro puede ser un gran beneficio.
Solo construyendo nuevas perspectivas de vida es posible llegar a la última fase, la del nuevo equilibrio.
En la experiencia del duelo, se suele creer que «nos tenemos que apañarnos solos», en primer lugar porque es difícil creer que alguien pueda estar disponible para escuchar nuestra historia de dolor y, en segundo lugar, porque el paradigma dominante impone una gestión individual y privada del duelo y de la pérdida, como si compartir nuestros problemas fuera una señal de falta de fuerza y de carácter. Al contrario, es necesario vivir la experiencia del duelo a fondo y tener en cuenta nuestros propios sentimientos, tratando de hablar con los demás y quizás con alguien que pueda tener una relación fuerte con la persona fallecida. La personalidad de un individuo, su fuerza y su «carácter» emergen exactamente al darse cuenta de su capacidad de pedir ayuda.
Entonces, no tengas miedo de mostrar tu fragilidad, tu tristeza y tu rabia. Existen momentos para la felicidad y momentos para el dolor.
De hecho, hacerlo es una señal de fuerza y de voluntad de volver a empezar. Sin duda, mostrar estas emociones a los amigos y a los familiares puede ser muy difícil porque tratamos de mostrarnos a los demás lo mejor posible; sin embargo, es importante concedernos un espacio y un tiempo para liberar todas las emociones que advertimos después de una pérdida importante. El espacios y el tiempo para dejar que nuestras emociones emerjan tienen un efecto catártico, sobre todo cuando se comparten con los demás.
Entonces, tampoco tengas miedo de pedir ayuda a un psicólogo porque las situaciones que parecen difíciles e imposibles, con el soporte adecuado, se pueden resolver. Ante la muerte somos pasivos pero, afortunadamente, no pasa lo mismo ante la vida hacia la que, tras superar el desánimo profundo inicial, nos dirigimos con un deseo renovado de existir, de estar en el mundo, de retomar el hilo de nuestra vida a partir de nosotros mismos.
En el fondo, con el tiempo, es posible llevar dentro de nosotros a las personas que hemos amado y que hemos perdido. Será doloroso pero al mismo tiempo aceptaremos y apreciaremos todas las cosas importantes que nos han dejado y seguiremos viviendo y llevaremos siempre con nosotros a las personas queridas, aunque, a veces, podamos estar absortos, escuchar una canción y echarnos a llorar. Y sin embargo esas lágrimas, después de muchos años, regalarán siempre, inadvertidamente, la seguridad que esos vínculos nunca se han roto y serán siempre los vínculos profundos de nuestra vida.